Saqueos en Córdoba - 03 de diciembre de 2013 |
Es una de esas cosas que solo se ven cuando se rompen: la ventana quebrándose, convertida en astillas. El resto del tiempo está ahí, transparente, casi invisible, marcando los espacios: lo que está adentro, lo que queda afuera. El resto del tiempo está -tan presente, tan discreta- y siempre me sorprendió que funcionara: uno de los grandes misterios de las sociedades contemporáneas es que las personas respeten la propiedad ajena. Es difícil: supone que millones y millones vivan mirando lo que querrían tener pero acepten que no van a tenerlo porque hay leyes y policías que lo impiden.
Es cruel -escribí hace un par de años-: les muestran todo el tiempo lo que no pueden, los invitan todo el tiempo a lo que no pueden: vestirse lindo, viajar, cogerse rubios, andar en coche, comer todos los días. Todo está ahí, como al alcance de la mano; que no estiren la mano requiere la eficacia extraordinaria de dos herramientas: el miedo, la ideología. El miedo es obvio: si lo agarrás te agarran y te joden; se llama represión, y es indispensable para que funcione todo el resto.
Más todavía lo es la ideología: consiste en justificar que algunos tienen mucho y otros muy poco a través de discursos –relatos– que van cambiando con los tiempos: que los más claros deben tener y los oscuros no, que los señores sí y los vasallos no, que los españoles sí y los indios no, que un dios les ha dado a unos y quitado a otros; que las mujeres no pueden poseer, que tiene el que trabaja y el que no tiene es porque es vago o tonto; que, en síntesis, quien adquirió como sea tal o cual objeto lo hizo suyo y nadie más puede tenerlo a menos que le dé algo a cambio. La propiedad privada, le decían, cuando se hablaba de esas cosas. Es un milagro –es el gran milagro social de los últimos diez mil años– que tantos millones respeten esa idea, esa ilusión tan laboriosamente sostenida. Pero eso no la hace menos frágil: de vez en cuando se rompen ciertos diques y la ilusión estalla. Entonces, de pronto, parece tan extraña.
A veces, cuando alguien muestra que es posible agarrar lo que está ahí, es como si no hacerlo no tuviera sentido. De pronto todo lo que siempre pareció prohibido parece natural –y el dique de la ideología se agrieta. El dique de la ideología no es gratis para los que lo usan: deben mostrar cierta conducta, cierta coherencia. Para que los poderosos puedan imponer el respeto de la propiedad privada deben respetarla a su vez. Cuando se ve que no la toman muy en serio –que roban los bienes del Estado, por ejemplo–, se les complica un poco. Es la famosa impunidad, que crea escuela.
Si todos estamos convencidos de que los poderosos estiran la mano cada vez que quieren y se llevan lo que les gusta sin que les pase nada; si los poderosos se cagan en las reglas que los hicieron poderosos, que los mantienen poderosos, los demás no encuentran razones para respetar esas reglas –y las rompen en cuanto llega la ocasión. El costo de la famosa corrupción es sobre todo ése y es sobre todo para ellos: invalidar sus propias normas, perder la ventaja que les permite mantener sus ventajas.
El aparato ideológico del capitalismo clásico tenía su astucia: pretendía que la propiedad era el resultado del esfuerzo, del trabajo duro. Ligaba la propiedad a una conducta, una forma de vida. Ahora millones ven que los más ricos son los grandes ladrones o los muy afortunados. Gobernantes, futbolistas, tetonas, cantores de basura, gritones en la tele: si los bienes se consiguen sin mérito, sin mayor esfuerzo, ¿por qué no yo? ¿Qué razón para que no los tenga? Por eso, supongo, tantos piensan que robar es una opción que les compete.
Todos los días, en todos los lugares: robar es poner en acto la crítica más básica, más leve de la idea de propiedad. No estar en contra de la propiedad; estar en contra de que sea para otros. Saquear es un modo de robar que demuestra, además, que sólo la represión –ya no la ideología– mantiene el aparato funcionando. El saqueo es un síntoma fuerte.
Ayer, en Córdoba. Bastó que la policía en huelga se retirara de los lugares que suele frecuentar –y controlar– para que miles de señoras y señores se lanzaran a agarrar todo lo que pudieron: para que el peso de la ideología no valiera un mango. Para que miles demostraran que se cagan en la famosa propiedad privada.
(Discusiones: la vox populi dice que estos saqueos son ilegítimos porque los que saquean no tienen hambre sino que quieren cosas, cosas que incluso venderán. Como si el estado de necesidad extrema sí sirviera para legitimar el quiebre de la propiedad privada. No creo que les convenga establecer ese tipo de excepciones, que postulan que la regla se puede aplicar salvo cuando se aplica demasiado.)
Decir, como dicen los gobiernos, que estos saqueos no son un problema político sino delincuencial es demostrar una vez más su tontería. El problema político que tienen, que tiene todo su sistema, es la caída de la vigencia de su discurso básico: el respeto por la propiedad. Si lo único que hay entre los bienes ajenos y su apropiación son las balas de la policía, están al horno: no hay suficiente policía, no hay balas suficientes. Digo: si no reinventan valores ideológicos para sostener el edificio, se les termina de caer –encima nuestro– más temprano que tarde.
Es raro vivir en los escombros. Es cruel -escribí hace un par de años-: les muestran todo el tiempo lo que no pueden, los invitan todo el tiempo a lo que no pueden: vestirse lindo, viajar, cogerse rubios, andar en coche, comer todos los días. Todo está ahí, como al alcance de la mano; que no estiren la mano requiere la eficacia extraordinaria de dos herramientas: el miedo, la ideología. El miedo es obvio: si lo agarrás te agarran y te joden; se llama represión, y es indispensable para que funcione todo el resto.
Más todavía lo es la ideología: consiste en justificar que algunos tienen mucho y otros muy poco a través de discursos –relatos– que van cambiando con los tiempos: que los más claros deben tener y los oscuros no, que los señores sí y los vasallos no, que los españoles sí y los indios no, que un dios les ha dado a unos y quitado a otros; que las mujeres no pueden poseer, que tiene el que trabaja y el que no tiene es porque es vago o tonto; que, en síntesis, quien adquirió como sea tal o cual objeto lo hizo suyo y nadie más puede tenerlo a menos que le dé algo a cambio. La propiedad privada, le decían, cuando se hablaba de esas cosas. Es un milagro –es el gran milagro social de los últimos diez mil años– que tantos millones respeten esa idea, esa ilusión tan laboriosamente sostenida. Pero eso no la hace menos frágil: de vez en cuando se rompen ciertos diques y la ilusión estalla. Entonces, de pronto, parece tan extraña.
A veces, cuando alguien muestra que es posible agarrar lo que está ahí, es como si no hacerlo no tuviera sentido. De pronto todo lo que siempre pareció prohibido parece natural –y el dique de la ideología se agrieta. El dique de la ideología no es gratis para los que lo usan: deben mostrar cierta conducta, cierta coherencia. Para que los poderosos puedan imponer el respeto de la propiedad privada deben respetarla a su vez. Cuando se ve que no la toman muy en serio –que roban los bienes del Estado, por ejemplo–, se les complica un poco. Es la famosa impunidad, que crea escuela.
Si todos estamos convencidos de que los poderosos estiran la mano cada vez que quieren y se llevan lo que les gusta sin que les pase nada; si los poderosos se cagan en las reglas que los hicieron poderosos, que los mantienen poderosos, los demás no encuentran razones para respetar esas reglas –y las rompen en cuanto llega la ocasión. El costo de la famosa corrupción es sobre todo ése y es sobre todo para ellos: invalidar sus propias normas, perder la ventaja que les permite mantener sus ventajas.
El aparato ideológico del capitalismo clásico tenía su astucia: pretendía que la propiedad era el resultado del esfuerzo, del trabajo duro. Ligaba la propiedad a una conducta, una forma de vida. Ahora millones ven que los más ricos son los grandes ladrones o los muy afortunados. Gobernantes, futbolistas, tetonas, cantores de basura, gritones en la tele: si los bienes se consiguen sin mérito, sin mayor esfuerzo, ¿por qué no yo? ¿Qué razón para que no los tenga? Por eso, supongo, tantos piensan que robar es una opción que les compete.
Todos los días, en todos los lugares: robar es poner en acto la crítica más básica, más leve de la idea de propiedad. No estar en contra de la propiedad; estar en contra de que sea para otros. Saquear es un modo de robar que demuestra, además, que sólo la represión –ya no la ideología– mantiene el aparato funcionando. El saqueo es un síntoma fuerte.
Ayer, en Córdoba. Bastó que la policía en huelga se retirara de los lugares que suele frecuentar –y controlar– para que miles de señoras y señores se lanzaran a agarrar todo lo que pudieron: para que el peso de la ideología no valiera un mango. Para que miles demostraran que se cagan en la famosa propiedad privada.
(Discusiones: la vox populi dice que estos saqueos son ilegítimos porque los que saquean no tienen hambre sino que quieren cosas, cosas que incluso venderán. Como si el estado de necesidad extrema sí sirviera para legitimar el quiebre de la propiedad privada. No creo que les convenga establecer ese tipo de excepciones, que postulan que la regla se puede aplicar salvo cuando se aplica demasiado.)
Decir, como dicen los gobiernos, que estos saqueos no son un problema político sino delincuencial es demostrar una vez más su tontería. El problema político que tienen, que tiene todo su sistema, es la caída de la vigencia de su discurso básico: el respeto por la propiedad. Si lo único que hay entre los bienes ajenos y su apropiación son las balas de la policía, están al horno: no hay suficiente policía, no hay balas suficientes. Digo: si no reinventan valores ideológicos para sostener el edificio, se les termina de caer –encima nuestro– más temprano que tarde.
*Publicado originalmente en el Blog "Pamplinas" del diario el país en su edición del día 04 de diciembre de 2013