Encandilados los más kirchneristas por kirchneristas, por tanta apelación a los 70 y revisionismo histórico a lo Pacho O’ Donnell, y enceguecidos los opositores, mareados en ese antiperonismo que no desaparece, los paralelismos entre el actual momento político y el alfonsinismo suelen quedar en las sombras. Y es una lástima, pues la comparación permite iluminar un aspecto del kirchnerismo que a menudo permanece velado: su cara no populista, su conexión con la tradición liberal, que aunque tenue y problemática existe y resulta crucial para comprender mejor un ciclo político más complejo de lo que suele admitirse.
Tanto el alfonsinismo como el kirchnerismo surgieron en contextos de emergencia, en un clima de cambio de época tras el terremoto producido por crisis severísimas (la del fin de la dictadura y la deuda en el primer caso, la del fin del neoliberalimo y la convertibilidad en el segundo). Surgidos en el seno de los dos grandes partidos tradicionales, ambos rompieron con años de hegemonía interna conservadora –balbinista y menemista– a partir de un amplio programa de reforma progresista y de espíritu refundacional. Si se mira bien, es fácil descubrir la huella del alfonsinismo en muchas decisiones actuales, desde las más obvias (el juicio a las juntas como antecedente de la actual política de derechos humanos) hasta las menos evidentes, como los esfuerzos por reforzar el control civil sobre las fuerzas armadas o las revolucionarias modificaciones en las normas de regulación de las costumbres y la vida privada sancionadas por ambos gobiernos (la ley de divorcio y de patria potestad compartida en los 80, la ley de matrimonio igualitario y el ambicioso proyecto de reforma del Código Civil en la actualidad). Todo esto produjo un fuerte sacudón en la vida intelectual que se tradujo en la formación de núcleos más o menos orgánicos, más o menos interesantes de apoyo (el Grupo Esmeralda y Carta Abierta), con sus respectivos referentes (Juan Carlos Portantiero y Horacio González).
Miradas las cosas desde esta óptica, y sin entrar en una lista comparativa de avances y claudicaciones, que cada uno podrá hacer a su gusto, digamos que ambos movimientos, caracterizados por un liderazgo enérgico, una reescritura en clave progresista de la historia y una fuerte voluntad de cambio, asumieron un sesgo anticorporativo –respecto de la Iglesia, los militares e incluso el sindicalismo– que conmocionó las estructuras del poder establecido y los tiñó de un tono épico que atrajo a amplios segmentos de la sociedad.
Miradas las cosas desde esta óptica, y sin entrar en una lista comparativa de avances y claudicaciones, que cada uno podrá hacer a su gusto, digamos que ambos movimientos, caracterizados por un liderazgo enérgico, una reescritura en clave progresista de la historia y una fuerte voluntad de cambio, asumieron un sesgo anticorporativo –respecto de la Iglesia, los militares e incluso el sindicalismo– que conmocionó las estructuras del poder establecido y los tiñó de un tono épico que atrajo a amplios segmentos de la sociedad.
Entre ellos, claro, los jóvenes. Desde un comienzo, desde antes incluso de su llegada a la Presidencia en 1983, el alfonsinismo se apoyó en la Coordinadora, un agrupamiento de jóvenes surgido a fines de los 60, en pleno gobierno de Onganía y en el inicio del ciclo de peronización del progresismo y las clases medias que llegaría a su punto máximo con el triunfo en 1973 de Héctor Cámpora, con el objetivo de renovar al radicalismo a partir de una propuesta que incluía la defensa de la democracia y el rechazo a la en ese entonces muy de moda vía armada. Una vez en el poder, los integrantes de la Coordinadora –jóvenes brillantes provenientes la mayoría de ellos de la política universitaria– operaron como el núcleo más dinámico del gobierno, donde llegarían a ocupar lugares destacadísimos: Enrique “Coti” Nosiglia, ministro del Interior; Facundo Suárez Lastra, intendente de Buenos Aires; Jesús Rodríguez, ministro de Economía.
Parecían tenerlo todo, y sin embargo fracasaron, unánimemente y sin matices. Sucedió que, hacia la mitad de su mandato, Alfonsín, acechado por la crisis inflacionaria y presionado por los militares (ese sí que era un clima destituyente), decidió imprimirle un giro a su política económica y de derechos humanos, con el reemplazo de Bernardo Grinspun por Juan Sourrouille y la sanción de las leyes de obediencia debida y punto final. En este contexto delicadísimo, los jóvenes coordinadores quedaron atrapados entre la intención de defender sus posiciones históricas y la necesidad de acompañar a un gobierno, y a un líder, que les había dado todo, weberianamente tensionados entre la ética de la convicción y la ética de la responsabilidad.
Incapaces de salir por arriba del laberinto, respaldaron los planes de estabilización lanzados desde el 85 y apoyaron las leyes de impunidad (todos los diputados de la Coordinadora salvo tres votaron a favor de la obediencia debida). Probablemente angustiados, optaron por no traicionar al padre, aunque la lealtad a la larga les haya costado la carrera. Y es que luego, ya en el llano y con una nueva hegemonía, la menemista, sin escrúpulos para emprender las reformas que el alfonsinismo apenas había insinuado, la Coordinadora se fue apagando, desangrándose poco a poco. Sus integrantes –algunos dedicados a los negocios, otros al lobby y unos cuantos al ostracismo de una vida parlamentaria sin sobresaltos– no lograron rearticular el espacio común. Al final, el pos alfonsinismo quedó en manos de De la Rúa.
Ahora, aunque los análisis más comunes suelen recurrir a la comparación con Montoneros, y aunque a veces ellos mismos confundan con sus cantitos extemporáneos (“La vida por Cristina”, por ejemplo), lo cierto es que los jóvenes kirchneristas tienen poco que ver con el militarismo, el desprecio a la democracia liberal y la ultraverticalidad de los 70. Lejos de este contexto, tienen la oportunidad de establecer con ese pasado trágico un diálogo más franco, desprovisto de la sobrecarga ideológica que distorsiona la mirada de muchos de quienes vivieron los años de fuego. Y es que la realidad de los jóvenes camporistas tiene más que ver con el pluralismo, la gimnasia electoral y el lenguaje de derechos incorporados a la política en los 80, resultado en buena medida del éxito del alfonsinismo y sus jóvenes guardianes. Por eso, así como revisar la experiencia alfonsinista es crucial para entender el kirchnerismo, analizar el derrotero de la Coordinadora es clave para, en un ejercicio de juventudes comparadas, vislumbrar el futuro de La Cámpora (1).
Y en este sentido, dos enseñanzas. La primera es clara: los integrantes de La Cámpora, que hoy ostentan cargos de responsabilidad equivalentes a los de los jóvenes coordinadores, corren el mismo riesgo de que el poder –por vía del amodorramiento institucional y la pulsión disciplinadora inherente a toda burocracia– termine sofocando su capacidad de innovación y sus energías creativas, que deberían ser, al menos en teoría, parte importante de la contribución de la juventud kirchnerista al kirchnerismo.
Hasta el momento, La Cámpora ha dado muestras de su voluntad de fortalecer una organización militante en el territorio tanto como de su capacidad para aportar funcionarios técnicamente formados a cargos de alta responsabilidad pública. Pero su aporte no puede limitarse al armado territorial, ámbito en el cual jamás podrán superar a la antiquísima y muy aceitada red de gobernadores, intendentes y punteros del peronismo tradicional, ni a la disponibilidad de buenos gestores, que abundan también en la academia, la sociedad civil y los estados provinciales. Su mayor desafío es contribuir al ya de por sí transformador ciclo kirchnerista aportando algo nuevo. ¿Cuál es, en este sentido, el “diferencial” de La Cámpora? ¿Cuál es su ventaja respecto de otras organizaciones que forman parte del heterogéneo conglomerado oficial? ¿Cuál es su agenda? Dicho un poco brutalmente: ¿en que se diferencia su propuesta legislativa de la de Agustín Rossi?
En lo que quizá sea la diferencia más de fondo, más decisiva respecto del alfonsinismo, el kirchnerismo ha dado muestras de que no retrocede ante situaciones de crisis sino que reacciona en clave de retruco-vale cuatro: juicio a la Corte Suprema menemista frente a las presiones de la mayoría automática, nacionalización de las AFJP tras el estallido de la crisis económica, reestatización de YPF ante el colapso de la política energética. En este contexto, el riesgo de La Campora no es una derechización del kirchnerismo, que no ha sucedido ni, todo así lo indica, va a suceder, sino la adopción irreflexiva de algunos de sus tics políticos menos virtuosos: la escasa propensión a someter a la deliberación pública sus iniciativas (contracara de la sobrevalorada “sorpresa” kirchnerista), la concentración de poder en la figura del líder máximo y la verticalidad como método para la toma de decisiones.No hace falta ser Jorge Lanata para admitir que este tipo de conductas difícilmente contribuyan a generar una juventud desafiante y vibrante, que en el ejercicio de su libertad se anime a avanzar en temas e ideas novedosos. Una juventud que además, y aunque siempre conviene tener cuidado con la psicoanalización del análisis político, enfrenta el dilema de todo aquel que quiere pasar a la adultez: quienes alguna vez escuchamos The Doors (Father? / Yes son? / I wan’t to kill you) o cualquiera que acumule media docena de horas de vuelo en el diván sabe perfectamente que para crecer hay que estar dispuesto a matar simbólicamente al padre, del mismo modo que una organización política debe destronar al líder que la creó si algún día quiere trascenderlo.
Por comodidad, cálculo equivocado o cariño filial (que aunque el lector no lo crea en política también juega un rol), ninguno de los jóvenes de la Coordinadora logró trascender la poderosa figura de Alfonsín. ¿Podrán hacerlo los integrantes de La Cámpora en un futuro ya no tan lejano? Como en su momento los coordinadores, ellos hoy lo tienen todo: juventud, la confianza del líder y una serie de espacios de poder estratégicos, el último de los cuales es la gestión cotidiana de YPF a cargo de Axel Kicillof. Pero enfrentan también un reto mayúsculo, que les demandará algo más que energía militante y capacidad de gestión. Privados de “correr por izquierda” a un gobierno que se mueve siempre hacia ese lado, y obligados a evitar la experiencia de acompañamiento sin fisuras de los 80, todavía deben demostrar qué es lo nuevo, lo verdaderamente original que tienen para decir.
1. No parece casual que ambas organizaciones despertaran el interés de los lectores. Publicado en 1987, el libro Los herederos de Alfonsín (Sudamericana/Planeta), de Alfredo Leuco y José Antonio Díaz, fue un éxito de ventas. Escrito siguiendo la pauta del “nuevo periodismo”, que en ese momento estaba llegando a Argentina, fue reeditado en varias oportunidades. La Cámpora (Sudamericana), de Laura Di Marco, lleva varias semanas en los rankings de best sellers, con un subtítulo “Historia secreta de los herederos de Néstor y Cristina Kirchner”, que parafrasea a su antecesor.
FUENTE: El dipló - Editorial - Nº 155 - Mayo de 2012